CREDA
Existen muchos y diversos factores que pueden afectar la forma en la que consumimos alimentos, y no todos están bajo nuestro control. Por ejemplo: podemos escoger fruta de temporada o pescado congelado, pero no tenemos capacidad de elección ante acontecimientos externos inesperados como crisis económicas, sociales o medioambientales.
Una vez analizadas con perspectiva, cada situación de inestabilidad exterior ha traído consigo una inestabilidad en nuestra forma de consumo. Nos adaptamos cambiando nuestras prácticas: compramos en mayor cantidad por si peligra el abastecimiento, escogemos productos más baratos para ahorrar, nos fijamos en el origen del alimento para minimizar nuestro impacto ecológico… Las prácticas que adoptamos en momentos de crisis tienen muchas similitudes, independientemente de la causa. Pero más allá de la adaptación, algunos de estos cambios afectan a nuestro riesgo alimentario, y lo curioso es que, en la mayoría de casos, lo que hacemos es aumentar la exposición a estos riesgos.
Djamel Rahmani, experto en el estudio del comportamiento de los consumidores en CREDA, nos ayuda a identificar donde nuestra adaptación falla y aumenta el riesgo.
Comprar más para cuando no haya
Cuando percibimos una posible inestabilidad de los suministros, la primera respuesta de muchos consumidores y consumidoras es la acumulación. La compra en grandes cantidades de alimentos para asegurarnos de que nuestro abastecimiento esta fuera de riesgo. Tanto en una pandemia como la de COVID y como en una guerra como la de Ucrania se han visto diversas noticias cuestionando la disponibilidad de algunos productos como el aceite de girasol o los cereales. Incluso por el cambio climático este último verano vivimos la crisis del hielo. Durante la pandemia estas prácticas se vieron aún más fomentadas debido a las restricciones de movilidad, que nos pedían activamente disminuir la frecuencia de compra de los alimentos. Resultado: comprábamos más cantidad. Y en la compra masiva hay un riesgo escondido.
Cuando compramos en grandes cantidades, aumenta el riesgo a la intoxicación alimentaria ¿Por qué? Por una mala gestión en el almacenamiento de estos alimentos. Esto aumenta la probabilidad de que se estropeen y acaben consumiéndose en mal estado pudiendo provocar una intoxicación. Además, la compra masiva nos dificulta hacer una buena previsión del consumo, dando lugar a que los alimentos caduquen y acaben desechándose, aumentando nuestro desperdicio innecesariamente.
La disminución del riesgo tiene un precio
Tanto pandemias como guerras están acompañados de una crisis económica que afectan a casi todos los hogares. La pérdida de empleos junto a la subida de precios ha dado lugar a cambios en el consumo por falta de presupuesto. En concreto aumentan la transición hacia los productos sustitutivos, aquellos cuyo consumo incrementa cuando baja la renta.
El producto sustitutivo puede ser más barato o bien por una bajada de calidad (incluyendo nutritiva) o bien por una fecha de caducidad temprana. En ambos casos aumenta el riesgo alimentario, al fomentar una peor dieta y aumentar la probabilidad de intoxicación por consumir en mal estado. Una dieta desequilibrada es el mayor riesgo alimentario según personas expertas y consumidoras, ya que una mala alimentación puede conducir a obesidad y problemas cardiovasculares. Sin embargo, una dieta de calidad se está convirtiendo en un lujo para muchas personas como consecuencia de estas situaciones de crisis.
Para fomentar las prácticas de adaptación más saludables es indispensable una buena comunicación de estos riesgos y el papel que juegan nuestras decisiones en ellos. Es por ello que la Unión Europea y muchos otros organismos han apostado por reforzar sus conocimientos en la percepción del riesgo alimentario, y crear materiales tanto para los actores responsables de la comunicación (ej. guías de comunicación de riesgo alimentario) como para los consumidores y las consumidoras (ej. guía de almacenamiento alimentario).
Ya sea por parte del gobierno, empresas, asociaciones de consumidores, ONGs,… cuando se transmite correctamente el riesgo-beneficio de cada decisión, se ha demostrado que se llevan a cabo menos prácticas de riesgo. No podemos cambiar los tiempos en los que vivimos, pero si aprovechar lo que ya sabemos para conocer la realidad de las consecuencias de nuestras acciones. E intentar siempre, dentro de nuestra capacidad, decidir lo mejor.